Que el soldado muerto en batalla no se queja con el fusil ni con la munición, si no con su deficiente puntería. Será que el patriotismo, el orgullo en medida venenosa y sin dirección congruente, ha diezmado hasta la última gota de buen criterio, y al adivinarse superado por la hueste enemiga el escape se le antoja un acto de lo más vil.
Cuestión de honor, le dicen. Morir con las botas puestas.
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