Enroque largo VII

22 de mayo

Sus ojos eran una réplica exacta. No solo esa impresión de estar viendo piedras en tonos verde azulados, fue que vi el mismo cansancio aferrándose en su mirada, abatida por una enfermedad que no daba ni un minuto de solaz. Disimulé lo mejor que pude y le mostré la tienda como a cualquier otro cliente. De no haber sido por su voz, que era muy diferente a la de mi madre, hubiese pensado que me hallaba delante de ella. Nos despedimos en breve y con algo de dificultad la señora abandonó el local. Luego de eso me encerré en el baño por un momento, luché y fui capaz de reprimir una tristeza que daba por soterrada.

Me fui pensando en eso todo el camino de regreso. No solté ni una lágrima en el biotren, ni una sola cruzando la pasarela. Llegué abatido a mi casa. Metí a duras penas la llave en la cerradura y tuve que apoyarme sobre las rejas. Sentí que se me desplomaban las nubes encima. Lloré como aquella noche mamá, en la que te di un último beso en la frente helada y después cubrí tu cara con las sábanas.

Otra noche más

El insomnio es como una trinchera de la cual no hay escapatoria. Son las balas que se acercan, el suelo temblando bajo una marcha acompasada. Un frío miserable abraza mi herida expuesta. Barro hasta las rodillas, las prendas húmedas y un olor a ausencia. Mientras duermes yo libro una batalla, contra el peor asedio que existe. Soy la hueste enemiga y al mismo tiempo la bandera blanca temerosa. Soy todo menos paz, todo salvo tregua. La noche se disuelve a través de mi ventana, y me adelanto una vez más a esa explosión terrible que es la alarma de las siete.

El bucle

Tengo la sensación de haber estado en otro lugar antes de esto. Solo sé que todo se apagó y cuando volví a abrir mis ojos, me hallé en uno de estos pasillos que parecen infinitos. Se divisan varios niveles hacia arriba y hacia abajo. Se pierden en la oscuridad. Y que curioso que no hayan velas ni luminarias, porque puedo ver como si una lámpara tuviera. A un costado, negrura inmensa, un abismo el cual quema como un sol mirar. Me aparto de las barandas y sigo caminando. Del lado opuesto, estanterías repletas de libros, de piso a techo. Yo sigo caminando, caminé y caminaré. No lo sé. Solo se puede avanzar o retroceder, pero lo mismo parece tan distinto. Lo recto parece tan confuso y enredado. Estoy perdido.

Encontré un alma leyendo libros y dialogamos. Le pregunté cuántos libros había leído. Me dijo que no sabía y me llamó humano. Le pregunté qué era un humano y por qué me llamaba de tal forma.

—A los humanos les gusta contar y hacer preguntas. Si pudieran, contarían el vacío y le harían preguntas a las estrellas.

—¿Estrellas?

—Las verás a tu izquierda, si miras lo suficientemente lejos.

Solo vi penumbra.

—No veo nada.

—Lo que ves es tu miedo. Más allá de tu temor están las estrellas.

Me concentré pero solo vi tinieblas.

—No comprendo.

—Tendrás que saltar.

—¿Al abismo? ¡De ninguna manera!

—Que humano más humano.

Dijo esto y saltó. La oscuridad lo engulló y de pronto fue como si nunca hubiese estado.

Yo sigo caminando, caminé y caminaré. No lo sé. Tengo la sensación de haber estado en otro lugar antes de esto. Solo sé que todo se apagó y cuando volví a abrir mis ojos…

La hora del pez gordo

Cayó la noche y los dos mafiosos se juntaron en el lugar acordado. Tenían sendas estrategias para resolver el conflicto. Uno de ellos escondió una grabadora en el bolsillo de su abrigo y rezó para que todo saliera de acuerdo a lo planeado. Era la única oportunidad que tenía para salvar a el Don.

Un par de horas después, la grabación fue escuchada por la mano derecha del jefe. Éste pensó que, en efecto, estaba ante un pedazo de evidencia irrefutable. En la cinta quedaba clara la confesión de traición, e incluso se podían escuchar los disparos que abatieron al portador de la grabadora, disparos del arma que ahora yacía mansa en su escritorio.

Enroque largo VI

15 de mayo

En ocasiones siento que las historias se tejen a sí mismas, que la intervención de sus actores no es más que la maniobra premeditada sobre un telar. Podía pasar horas viéndola dibujando ojos y sentía que era algo del destino, que más temprano que tarde, cada trazo hecho en el papel terminaría reflejado en su pupila y luego en la mía. Esos hilos que me arrastraron con ella, me enseñaron cosas. Aprendí con mucho dolor que a veces, la imagen mental que tenemos de alguien dista mucho de lo que realmente es. Todos jugamos a lo mismo. Creemos saber bien las reglas, pero cuando perdemos, miramos en torno y decimos que alguien nos hizo trampa. Tampoco indagamos en el asunto, no es placentero descubrir que nuestra percepción es un cadalso, y la justificación que damos, a menudo termina siendo nuestro reflejo en el filo de la guillotina.

Decisión ligera

Nunca lo volví a ver. Lo último que supe fue que compró una aguja para coser en el bazar de la esquina. Supongo que una aguja era todo lo que necesitaba. El pobre tenía depresión y algunos incluso vieron su primer intento: Una semana antes se había lanzado desde la azotea del edificio en el que vivía, y los testigos afirmaron haberlo visto flotando como un globo.

Ruta imprevista

Muchos pensaron y algunos incluso le advirtieron que era una ruta peligrosa, sobre todo considerando la falta de experiencia del muchacho. El trayecto era de elevada complejidad. Tan solo llegar al punto de partida ya se podía considerar una hazaña, teniendo en cuenta la gran distancia que había entre ese hito y el campamento popular. Antes de él solo dos personas habían marchado sobre aquellos agrestes parajes: un suizo y una francesa, ambos expertos senderistas.

Él, por otro lado, era joven, ignorante, impulsivo. Quería demostrar que tenía lo necesario para jugar en las grandes ligas. Llegando al inicio de lo que muchos llamaban con temor «el camino de los susurros» enfiló hacia el norte, alejándose del territorio conocido. Esa era su meta, improvisar una ruta y dejar huella como pionero.

***

Dos días habían pasado y el joven, aunque no arrepentido, empezó a dudar de su ambición. El terreno era muy escarpado, la vegetación era complicada y el viento un latigazo imparable. Nada imposible, en todo caso. La montaña ofrecía lugares para guarecerse de la hostilidad de la naturaleza, pero sentía un abandono terrible. A ratos creía estar caminando en una especie de limbo del cual no iba a ser capaz de escapar.

***

En el cuarto día comprobó que los rumores eran ciertos. Pese a no haber seguido la ruta tradicional, podía escuchar los susurros. A veces eran risas. Juraba que sí. Los días eran una turbia acuarela que se mezclaba y difuminaba con las noches, momento en el cual le costaba conciliar el sueño y, cuando lo hacía, tenía una vorágine de pesadillas en las que era perseguido por seres amorfos. Algunos reptaban los peñascos y tenían rostros como el de los tiburones.

***

En el quinto día supo que algo lo llamaba. ¿Lo sabía realmente o no? La duda hizo que los otros se burlaran y él caminaba más rápido. Más rápido. Más… hasta ese destello amarillento al otro lado del túnel. Sabía que era ahí, ese era el lugar. Al salir a la intemperie lo vió y se rió a carcajadas, luego tosió como si fuera a desangrarse. Había encontrado un inmenso cráter lleno de agua, pero era… ¿dorada? No le importó. Llevaba horas con una carraspera intensa, le picaban los ojos y tenía secas las mucosidades de la nariz. Se zambulló sin pensarlo.

***

—Mañana empiezan a cercar el terreno. Será de tres a cinco kilómetros a la redonda.

—Creo que es un poco exagerado. Aparte de nosotras, ¿quién podría terminar aquí? Estamos en la nada misma.

—Hace un par de meses una pareja de europeos pasó bastante cerca. Es cuestión de tiempo —sentenció una de las científicas, y después de unos segundos añadió—. Su alcance es de varios kilómetros. Nadie sabe por qué el gas tóxico emana de este cráter, pero causa alucinaciones espantosas. Ten cuidado y aléjate de la orilla. El traje y las máscaras que tenemos no servirían de nada si caemos. Nos sería imposible trepar de vuelta.

Ambas contemplaron el espeso humo amarillo que emanaba de aquel abismo y sintieron escalofríos. Era tan denso que no había manera de ver en su interior, pero se les pasó por la cabeza una macabra posibilidad. Podía ser que el lugar ya fuera un horrible cementerio.

Enroque largo IV

El primer pétalo era de rosa. Tanto su color como su forma se asemejaban a una copa de vino. Ese hallazgo fue como el primer puñetazo en una pelea de boxeo. La nostalgia me tanteaba, y aunque no me doblegué al instante, tardé poco en sentir una suerte de nocaut emocional. Entre algunas brumas pude rescatar recuerdos de mi mamá guardando pétalos en sus libros. Tréboles, hojas de aromo, girasoles completos. Puede que sirvan más adelante, solía decir.

Me zambullí por completo en la polvareda, las texturas y la tinta, impulsado por la añoranza. Vi libros que me contaron toda su vida, vi otros que me dieron la espalda. Otros me regalaban ramitas de eucalipto, semillas o un pétalo. Estos últimos eran los que yo buscaba. Y así estuve una semana entera hasta completar la colección.

Eran casi cuatro mil libros, ¿será que nunca los contaste, mamá? Sé que no te gustaba como escribía Bolaño, pero tenías algo en común con él. Para ustedes dos robar libros no era un delito.

Roble escarlata

Compré un arreglo floral carísimo. Sencilla frase la que utiliza para bloquear el gris de la situación. La repite una y otra vez al salir de la tienda. Está avergonzada y se le nota en el andar. No sabe por qué.

Quizá sea porque se olvida del pequeño, quien le va tirando de una mano desde que salieron al encuentro de la calle. A mitad de cuadra parece despertar del trance y sus piernas de muñeca rota se detienen a temblar. Se agacha hasta quedar cabeza a cabeza con su hijo y alza las cejas.

Él señala algo a lo lejos, ella apenas lo ve. Menos de un segundo y desvía la mirada. Era una hilera de robles escarlata, muy parecidos a los de esa foto antigua, la primera de muchas. Se estremece pensando en eso.

—Son bonitos —dice el niño.

La mujer se levanta, lo coge de un brazo y enfilan ambos calle abajo. Dos cortavientos y un manojo de colores temerosos sobrevuelan el nubarrón de la vereda. Observa con especial atención los pasos alargados que da el hijo, como si fuera un astronauta. Encuentran el auto. No se puede quitar de la cabeza la imagen de tierra seca y pétalos marchitos.

—Las flores te gustan como el arcoíris.

—Es que los arcoíris son muy bellos.

Acomoda las flores en el asiento trasero.

—Quiero que las vea mi papá.

—¿Crees que le gusten, cierto?

Intercambian una mirada somnolienta, ambos lucen mejillas coloradas. El niño frunce un poco la boca. Sus pupilas brillan. ¿Qué pasa ahora? piensa ella. Siente algo en la espalda y el pecho, trepa hasta la garganta y se queda allí. Compré un arreglo floral carísimo.

—¿Qué pasa, Tomasito? —La respiración no le da para más letras, los labios caen como afectados por la gravedad. Recuerda los cirios, las frías baldosas, los murmullos, y aquellos guardianes de piedra sobre las tumbas.

—No tengas penita, mamá. Tus ojos se ponen rojos cuando tienes penita.