La máquina de escribir se encorva encima del humano y empieza a escribirlo. El humano en blanco no le intimida y lo ataca sin compasión, cual fiera jugando con su presa moribunda. En poco tiempo entiende que este humano es una intrigante novela, llena de nostalgia, malvados personajes y emociones incomprensibles. Los tipos martillean con voracidad sobre su piel, tatuándola con historias tan enrevesadas que ni la máquina misma entiende muy bien hacia dónde va su creación. Pero no es algo que importe, y no se escribe al humano pensando en que otras máquinas de escribir vayan a leerlo. Lo interesante del asunto es que este libro humano se relacionará con otros. Habrán muchos que lo ignorarán por completo, y algunos, para bien o para mal, se hundirán sin remedio entre sus páginas.
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El bucle
Tengo la sensación de haber estado en otro lugar antes de esto. Solo sé que todo se apagó y cuando volví a abrir mis ojos, me hallé en uno de estos pasillos que parecen infinitos. Se divisan varios niveles hacia arriba y hacia abajo. Se pierden en la oscuridad. Y que curioso que no hayan velas ni luminarias, porque puedo ver como si una lámpara tuviera. A un costado, negrura inmensa, un abismo el cual quema como un sol mirar. Me aparto de las barandas y sigo caminando. Del lado opuesto, estanterías repletas de libros, de piso a techo. Yo sigo caminando, caminé y caminaré. No lo sé. Solo se puede avanzar o retroceder, pero lo mismo parece tan distinto. Lo recto parece tan confuso y enredado. Estoy perdido.
Encontré un alma leyendo libros y dialogamos. Le pregunté cuántos libros había leído. Me dijo que no sabía y me llamó humano. Le pregunté qué era un humano y por qué me llamaba de tal forma.
—A los humanos les gusta contar y hacer preguntas. Si pudieran, contarían el vacío y le harían preguntas a las estrellas.
—¿Estrellas?
—Las verás a tu izquierda, si miras lo suficientemente lejos.
Solo vi penumbra.
—No veo nada.
—Lo que ves es tu miedo. Más allá de tu temor están las estrellas.
Me concentré pero solo vi tinieblas.
—No comprendo.
—Tendrás que saltar.
—¿Al abismo? ¡De ninguna manera!
—Que humano más humano.
Dijo esto y saltó. La oscuridad lo engulló y de pronto fue como si nunca hubiese estado.
Yo sigo caminando, caminé y caminaré. No lo sé. Tengo la sensación de haber estado en otro lugar antes de esto. Solo sé que todo se apagó y cuando volví a abrir mis ojos…
Los tiempos
En el parque una chica de veintipico años mira embobada a su pareja, le da un abrazo y le dice que pasa muy rápido el tiempo. Sentado a pocos metros, un anciano ve la escena. Saca de su billetera una vieja fotografía y le dice, lleno de nostalgia, que la chica tiene razón.
La hora del pez gordo
Cayó la noche y los dos mafiosos se juntaron en el lugar acordado. Tenían sendas estrategias para resolver el conflicto. Uno de ellos escondió una grabadora en el bolsillo de su abrigo y rezó para que todo saliera de acuerdo a lo planeado. Era la única oportunidad que tenía para salvar a el Don.
Un par de horas después, la grabación fue escuchada por la mano derecha del jefe. Éste pensó que, en efecto, estaba ante un pedazo de evidencia irrefutable. En la cinta quedaba clara la confesión de traición, e incluso se podían escuchar los disparos que abatieron al portador de la grabadora, disparos del arma que ahora yacía mansa en su escritorio.
Ruta imprevista
Muchos pensaron y algunos incluso le advirtieron que era una ruta peligrosa, sobre todo considerando la falta de experiencia del muchacho. El trayecto era de elevada complejidad. Tan solo llegar al punto de partida ya se podía considerar una hazaña, teniendo en cuenta la gran distancia que había entre ese hito y el campamento popular. Antes de él solo dos personas habían marchado sobre aquellos agrestes parajes: un suizo y una francesa, ambos expertos senderistas.
Él, por otro lado, era joven, ignorante, impulsivo. Quería demostrar que tenía lo necesario para jugar en las grandes ligas. Llegando al inicio de lo que muchos llamaban con temor «el camino de los susurros» enfiló hacia el norte, alejándose del territorio conocido. Esa era su meta, improvisar una ruta y dejar huella como pionero.
***
Dos días habían pasado y el joven, aunque no arrepentido, empezó a dudar de su ambición. El terreno era muy escarpado, la vegetación era complicada y el viento un latigazo imparable. Nada imposible, en todo caso. La montaña ofrecía lugares para guarecerse de la hostilidad de la naturaleza, pero sentía un abandono terrible. A ratos creía estar caminando en una especie de limbo del cual no iba a ser capaz de escapar.
***
En el cuarto día comprobó que los rumores eran ciertos. Pese a no haber seguido la ruta tradicional, podía escuchar los susurros. A veces eran risas. Juraba que sí. Los días eran una turbia acuarela que se mezclaba y difuminaba con las noches, momento en el cual le costaba conciliar el sueño y, cuando lo hacía, tenía una vorágine de pesadillas en las que era perseguido por seres amorfos. Algunos reptaban los peñascos y tenían rostros como el de los tiburones.
***
En el quinto día supo que algo lo llamaba. ¿Lo sabía realmente o no? La duda hizo que los otros se burlaran y él caminaba más rápido. Más rápido. Más… hasta ese destello amarillento al otro lado del túnel. Sabía que era ahí, ese era el lugar. Al salir a la intemperie lo vió y se rió a carcajadas, luego tosió como si fuera a desangrarse. Había encontrado un inmenso cráter lleno de agua, pero era… ¿dorada? No le importó. Llevaba horas con una carraspera intensa, le picaban los ojos y tenía secas las mucosidades de la nariz. Se zambulló sin pensarlo.
***
—Mañana empiezan a cercar el terreno. Será de tres a cinco kilómetros a la redonda.
—Creo que es un poco exagerado. Aparte de nosotras, ¿quién podría terminar aquí? Estamos en la nada misma.
—Hace un par de meses una pareja de europeos pasó bastante cerca. Es cuestión de tiempo —sentenció una de las científicas, y después de unos segundos añadió—. Su alcance es de varios kilómetros. Nadie sabe por qué el gas tóxico emana de este cráter, pero causa alucinaciones espantosas. Ten cuidado y aléjate de la orilla. El traje y las máscaras que tenemos no servirían de nada si caemos. Nos sería imposible trepar de vuelta.
Ambas contemplaron el espeso humo amarillo que emanaba de aquel abismo y sintieron escalofríos. Era tan denso que no había manera de ver en su interior, pero se les pasó por la cabeza una macabra posibilidad. Podía ser que el lugar ya fuera un horrible cementerio.